LOS MANGAS DE ANDRES


Hoy: OH-ROH
Cada vez que se juntan, Buronson y Kintaro Miura se copan imaginando sagas en las que la historia de Japón pega vuelcos fumados o impredecibles, verdaderos Elseworlds históricos que abren las puertas para epopeyas grandilocuentes que, en algún punto, se las rebuscan para conectar con la historial real.
Hace un tiempo me tocó leer Japan, ese Elseworlds en que Japón era destruido y arrasado por las naciones rivales y los japoneses debían emigrar, dispersarse y finalmente reunirse para fundar una nueva nación, todo en un contexto de ciencia-ficción post-holocausto onda Mad Max, y con un par de personajes de nuestra realidad espacio-temporal que –bizarra disrupción mediante- presenciaban los sucesos de esta realidad alternativa. Y me gustó bastante, por eso me compré Oh-Roh.
Acá estamos en la misma: Iba, un historiador y esgrimista de nuestro presente, cae en un vórtice temporal y termina en la China del Siglo XIII, donde gobierna con mano de hierro Gengis Khan, que resulta no ser otro que el legendario guerrero japonés Minamotomo Yoshitsune, un personaje histórico que vivió más o menos en la misma época y cuya muerte teñida de misterio le sirve a Buronson para decir “No, en realidad no murió, se fue a Mongolia y adoptó la identidad de Gengis Khan”. Si leíste mucho comic de superhéroes, este giro limado y traído de los pelos no te va a horrorizar ni mucho menos, así que aceptemos el planteo argumental como válido y démosle para adelante.
Hete aquí que Iba tiene una novia, Kyoko, que no se resiste a perder a su muchacho y, tras seguir sus pasos por China y Mongolia, encuentra el mismo vórtice temporal, se manda de una y cae a la misma época y al mismo lugar! Y acá ya se empieza a caer todo a pedazos. Sobre todo cuando Iba y Kyoko se encuentran y el historiador se convierte en un guerrero mega-pulenta que, gracias a sus técnicas de esgrima moderna y una espada extra-large, le gana de taquito a los aguerridos mongoles del Siglo XIII… que por supuesto están retratados como unos salvajes de escaso intelecto, cuya única motivación es mostrar que son los más malos, matar a muchos tipos y violar a muchas minas.
Iba logra hacerse notar hasta terminar frente a frente con Gengis Khan, quien le revela su pasado como guerrero japonés, y como Iba también viene de la islita, el emperador más cruel, más poderoso y más aficionado a los genocidios, pega onda con el muchacho desplazado en el tiempo y lo integra a su círculo más íntimo. No les quiero contar mucho más sobre la relación entre Iba y el Khan, para no spoilear, pero es muy triste cómo Buronson la usa sólo para darle a Iba nuevas chances de trozar soldados con su espada, en lugar de indagar en el cebamiento infinito que debería sentir un historiador al que –de la nada- le cae la chance de verse cara a cara con una figura histórica de esa magnitud. Todo está puesto al servicio de la machaca y visto desde una concepción machista y retrógrada, donde todo pasa por quién la tiene más grande (la espada, claro). Cuando faltan 58 páginas para el final, Buronson se da cuenta de las posibilidades que abre la paradoja del viaje en el tiempo de Iba y, sin restarle importancia a la machaca sanguinolienta ni pelar ningún giro que no hayamos visto antes 20.000 veces, busca darle un cierre decoroso a este bizarro festival de la violencia. Y casi logra redimirse de las giladas acumuladas en las 150 páginas anteriores. Casi.
Por el lado del dibujo, tenemos a Kentaro Miura prendido fuego, mil veces mejor que en aquel aborto infumable llamado Berserk. Miura es casi un dibujante de Image transplantado a Japón. Se juega demasiado a la espectacularidad, los músculos, las armas, las líneas cinéticas, las poses impactantes, esos caballos enormes (deformes) que parecen poseídos por el Demonio, todo pasado de rosca en materia de violencia y grandilocuencia. Cuando tiene que dibujar una escena tranqui, o laburar los climas, revela sus profundas limitaciones de dibujante pochoclero (aunque no choto, ni precario).
En fin, esto es manga 100% hitero, pensado como eye-candy para la hinchada (o más bien la barra brava), sin profundidad, sin matices y sin chances de resistir una segunda lectura.

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